sábado, 18 de diciembre de 2010

8994 jours de vie

Son las llamadas por teléfono a las 3 de la mañana -cuando uno olvida la hora que es y todavía tiene el cinismo de decir: "Buenas noches, ¿se encuentra Mitzi?", mientras escucha el tono de enojo de la madre al contestar una llamada que no es para ella sino para su hija de quién sabe qué sujeto-, el ocio madrugador, el reloj orgánico desajustado gracias a los ya años de desvelos, sin olvidar todo lo que traigo en mente, lo que me hace escribir esta entrada tras un tiempo de aparente silencio. Más de dos meses sin que haya sacado las cuestiones que me envuelven y agobian; dos meses de cambios y pensamientos, de decisiones y desajustes.

Ocho mil novecientos noventa y cuatro días de vida y es curioso cómo sólo algunos de ellos -y ni siquiera completos sino momentos que ocurren en uno u otro- son los que te hacen reflexionar sobre ti y lo que te rodea; lo que te ocurre y lo que provocas; lo que piensas y lo que es. Incluso lo que tú piensas que eres se enfrenta con lo que realmente eres -sin entrar en enredos ontológicos sobre el ser, c laro está-. Uno vive y no sabe bien qué debe hacer o si es que realmente uno "debe hacer algo" o "quiere hacer algo" de su vida o con su vida. Quizá Tomás -el personaje de Kundera en La insoportable levedad del ser- tiene razón cuando afirma que en el momento en que uno se quita la idea del destino, es decir del estar "destinado a hacer tal o cual cosa, uno logra tranquilizarse y -añado yo, olvidando la tragedia de Kundera- decidir o elegir de una manera más real, más verdadera, en el sentido de algo personal, aquello que quiere hacer. Sin olvidar que en cualquier momento nuestra vida -o el esbozo que ésta es- puede terminar: la incertidumbre del qué pasará choca fuertemente con las acciones que uno quiere o puede realizar.

El mundo cambia, la gente cambia, todo cambia...¿por qué no iba a cambiar yo?

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